Los israelitas se repartieron las tierras de tal forma que cada de las doces grandes tribus recibiera su propio territorio. Los ancianos de las tribus repartieron las tierras entre familias. Cada familia recibió suficiente terreno para su sustento.
Las tribus vivían independientes. Pero contra el enemigo se defendían unidas. En esas ocasiones, Dios les enviaba un salvador que les sacaba del peligro.
Sin embargo, a Israel se le hizo muy difícil confiar únicamente en Dios y aguardar a que a que él enviase un salvador en cada una de las situaciones de peligro. Ellos querían tener un caudillo permanente, un rey. Samuel era un salvador enviado por Dios. Preguntó al pueblo: ¿Queréis de veras inclinaros ante un hombre, trabajar para él, pagarle impuestos? Y los representantes de las tribus dijeron: Queremos ser como los demás pueblos.
Que un rey nos diga lo que es justo y lo que no es justo.
Que un rey sea nuestro jefe en tiempo de guerra.
Dios dijo a Samuel: Escucha lo que los hombres dicen. No te han rechazado a ti, sino a mí. Entonces Samuel, por encargo de Dios, ungió a Saúl por rey de Israel. Dios le concedió su Espíritu. Saúl habría sido siempre un buen rey si hubiese confiad de corazón en Dios. Pero Saúl no quería fiarse de nadie, ni siquiera de Dios. No depositaba su confianza en nadie. Se llenó de tristeza y se extravío. Dios no estaba ya con él. Por eso no era ya capaz de acaudillar ni defender al pueblo de Israel (1 Sm 8-15).
Figura 1: El pueblo quiere tener un rey Fuente: Internet
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