Moisés iba con el rebaño por el desierto. Llegó al Sinaí, el
monte de Dios. Allí vio una zarza que ardía sin consumirse. Moisés se acercó
lleno de curiosidad. Y oyó una voz: ¡Moisés, Moisés! Yo soy el Dios de tus
padres; el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. Moisés se tapó la cara. Tenía
miedo de mirar a Dios. Pero Dios le habló así: He visto como maltratan a mi
pueblo en Egipto. He oído sus gritos de dolor: Sé lo que está sufriendo. Por
eso yo te envío al Faraón. Tú sacarás de Egipto a mi pueblo.
Moisés respondió: ¿Quién soy yo para
representarme ante el Faraón y darle órdenes? Pero Dios le dijo: Yo estaré
contigo.
Moisés puso otra dificultad: Los
israelitas no me creerán, cuando yo les diga que el Dios de sus padres me envía
a ellos. Me replicarán: Dinos cuál es su nombre. ¿Qué les responderé? Dios le
dijo: Yo soy el que soy. Ése es mi nombre para siempre. Moisés seguía sin
querer aceptar ese cargo de Dios. Dijo: No tengo facilidad de palabra. Le
respondió Dios: Ve yo indicaré lo que debes decir. Moisés le replicó: ¿Por qué
no envías a otro? pero Dios había elegido a Moisés.
Moisés regresó con su familia a Egipto. Su
hermano Aarón salió a recibirle. Moisés y Aarón fueron y reunieron a los padres
de familia de los israelitas. Les hablaron del encargo que el Dios de Abrahán,
de Isaac y de Jacob le había dado a Moisés. Los israelitas se dieron cuenta de
que Dios quería sacarlos de su situación apurada. Confiaron en Dios y lo
adoraron (Ex 3-4).
Figura 1: Dios envía a Moisés Fuente: Internet
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