Desde el mar de juncos. Moisés condujo al pueblo de Israel por el desierto. Al cabo de tres días encontraron un manantial. Pero el agua que brotaba de él era amarga. No se podía beber. Los israelitas protestaron contra Moisés: ¡Por ti nos morimos de sed en el desierto! Moisés oró a Dios: ¡Socórrenos! Y Dios mostró a Moisés un leño. Moisés lo arrojó al agua, y ésta perdió su sabor amargo. Los sedientos pudieron beber.
Al poco tiempo, los israelitas vinieron otra vez con protestas a Moisés: ¿Por qué nos trajiste al desierto? ¡Si nos hubiéramos quedado en Egipto! Allí teníamos potes llenos de carne y pan en abundancia. Pero Dios dijo a Moisés: yo os daré pan y carne, para que aprendáis que se puede confiar en mí. Y así fue realmente. Al atardecer, una gran bandada cubrió el campamento. Las aves se dejan atrapar. De madrugada, el suelo estaba cubierto de copos de mamó blancos y dulces. Pudieron recoger todos lo que quisieron. Y se saciaron. Y no sólo aquel día, sino todos los días. Mientras el pueblo de Israel anduvo por el desierto (durante cuarenta años), Dios le proveyó de pan y carne.
Desde entonces, los padres refieren a sus hijos cómo cuidó Dios de su pueblo, y cómo sigue cuidando de él.
Sepan todos que se puede confiar en Dios y que uno puede sentirse seguro de su ayuda (Ex 15, 22-16, 36).
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